viernes, 19 de julio de 2013

Amor de lejos...

Por: Sebastián Areiza



Sentado frente al portátil, ahogado en llanto, veía la carrera 74 a la altura del Obelisco llena de gente eufórica y banderas rasgando el aire. Por esa esquina bebió, bailó y festejó pero, esa noche, no es más que unos pixeles en pantalla a miles de kilómetros. Lloraba desconsolado, una mezcla de alegría y nostalgia le hacían un nudo en la garganta. Del otro lado ya estaba su mamá con su marido, de la cabeza a los pies blancos de maicena como cucaracha de panadería. A 400 kilómetros de donde estaba la señora y a 4500 de donde está Juancho, en Bogotá, Nacional se consagraba campeón y dejaba en silencio a cuarenta mil espectadores y desataba el delirio perdido en todo el país. Así es el amor, testarudo e incondicional.

Amor de lejos, amor de pendejos dice el refrán. Juan Camilo Álvarez Serrano (así lo constata su cédula colombiana) asiente convencido de ser un pendejo. Lo comprendo, porque el aquí firmante lloró, saltó y gritó por algo tan banal y superfluo como veintidós tipos en pantaloneta corriendo atrás de un balón. No puedo dejar de pensar, mientras Juancho me va hablando sobre los días previos al partido, que nos llaman estúpidos porque el fútbol es nuestra vida. Y no sé si de pronto los estúpidos sean ellos que llevan una vida rasposa y sin sobresaltos.

“Cuando uno quiere algo de corazón no importan las distancias -va contando, fernet en mano-, a mí me tocó venir a Buenos Aires a cuadrar el estudio acá, y me perdí la final de la Superliga… es una copita de mierda que dura dos partidos pero me dio muy duro, lloré mucho”.  Remontémonos a 1994: Juan Pablo Ángel, de 19 años, hizo el gol del título ante Deportivo Independiente Medellín. Hoy Ángel tiene 37 años y volvió a levantar la copa. 37 fueron los años que Nacional llevaba sin ser campeón de visitante en liga. 19 fueron los años que tuvieron que pasar para que Juancho se perdiera una final de su equipo: Ese 18 de diciembre Juancho pisó por primera vez el Atanasio convertido en un infierno, y vio a sus ídolos de la selección Colombia en acción, pero con la camiseta verde.

No hubo nada más que los separara de ahí en adelante: fue sureño, viajaba por carretera, se enfrentó a los Comandos y a los del Barón, dejaba de comer o salir con una novia o comprarse un videojuego para ir a la cancha y a partir del 2004 se hizo abonado permanente. 2004 fue el año en el que fui al Atanasio por primera vez, también para ver un Nacional-DIM: siguen las coincidencias. Fue el mismo año donde Nacional ajustaba 6 años sin dar la vuelta, donde San Lorenzo lo destrozó, Medellín lo humilló y Junior lo enterró. Eso a Juancho –y a mí, también- lo unió más con esos colores que nos tiñen el alma. Desde 1994 hasta hoy día, vio a Nacional más de 350 veces en todas las canchas, todos los torneos y, lo más importante, en la buena y en la mala. Sólo faltó un par de partidos, uno de ellos con América –el último antes de irse a la B- donde un amigo argentino le narraba los goles mientras él ajustaba una semana en cama con paperas.

Como buen antioqueño de Sonsón, es influyente, tramador, amistoso y te vende un hueco. No en vano es Administrador de Empresas ya recibido. No sé si sea gerente de un emporio empresarial, pero ya es el cónsul de Colombia y a donde llega convierte simples admiradores en verdolagas fervientes. En venticinco años creo que ha reclutado más creyentes que los Testigos de Jehová y su tediosa táctica puerta a puerta, Juancho los convence con pasión y buen toque de balón. Hace la lista como un buen técnico de inferiores cuenta a sus talentos descubiertos en las canchas de arena y tenis Croydon colgados del cableado eléctrico: “un ecuatoriano hincha de Emelec, unos parceros mexicanos, mis amigos argentinos… diez o doce personas”, luego añade: “Estamos a 4 grados acá, salí sin chaqueta ni nada, sólo con la camiseta verde y la gente del barrio me gritaba ¡Che! ¡Felicitaciones por la copa eh!”. Y se hincha el pecho de orgullo, con toda razón. Pero su mayor conquista fue sangre de su sangre. La principal cábala y a la cual adhiero gustosamente porque ha dado resultado: su mamá.


“Mi abuelo era de Flandes (Tolima), se fue para Bogotá y allá le tocó toda la época de El Dorado. Mi mamá era hincha de Millonarios… y a ella y a toda mi familia los convertí en hinchas del verde, mi mamá después de la Merconorte 2000 empezó a ir a la cancha”. Doña Lizeyla, la mamá de Juancho, sólo ha visto perder a Nacional una vez: fue el año pasado contra Vélez Sarsfield en Copa Libertadores (0-1). Y ella, así como las medias del equipo en 2003 (“que parecían medias veladas ya”, me cuenta muerto de risa), la camiseta al revés, una llamada vía Skype, tomar determinado licor o ir siempre con los mismos compañeros a Oriental Alta, son esas cábalas que por tontas que parezcan funcionan… “y cábala que no va funcionando se va cambiando”. Gracias a Juancho, y he de contar una infidencia en este texto, usé una camiseta el miércoles –la suplente blanca de 1991 con el dorsal de Andrés Escobar- que ya había visto un título hace un par de años contra Equidad. Y funcionó. Mi mamá se me burlaba cuando le conté. Pero funcionó.

La historia de Juancho es, cuando menos, curiosa: Abandonó las oficinas y los estados de cuenta por una cabina de radio y una libreta llena de apuntes de fútbol: estudia Periodismo Deportivo en ese lugar del planeta donde Maradona tiene una religión y el ánimo te lo impone el resultado del domingo. Sigue a River Plate, equipo que tiene más parecidos que diferencias con Nacional: “Por historia, en las malas y en las buenas la gente está, es el equipo que más jugadores le ha aportado a la selección argentina, a donde va llena, la dirigencia es una mierda igual que Naciona, el gusto futbolístico es el mismo… Boca es como Millonarios, los bosteros son todos gamines”.

Es que si los jugadores tuvieran una décima parte del cariño y la entrega de ese gordito de gafas que apareció en una publicidad de Adidas hace tres años, el mismo Juancho que le atajó remates a Jairo Palomino durante esa sesión fotográfica, sería un equipo de gladiadores que tienen por espada sus guayos y por coraza la jerarquía. No todo pueden ser victorias, claro está, pero que la realidad dé cuenta del tango ese que dice pero si la mala suerte quiere que salgas vencido / no importa porque saben que has perdido con honor.

Tan grande es el amor de Juancho por estos colores, que aún cuando un continente lo separa de Medellín y Bogotá, estuvo en ambos partidos. Su mamá fue al encuentro de ida y fue un sufrido 0-0 que pudo ser derrota, en Bogotá a pesar de las restricciones a hinchas visitantes hubo 2000 colados y allá estuvo él, levantando la 12 con el estadio vacío y reventándose la garganta con los goles de Duque y Mosquera. Aferrado a la pantalla se arrodilló y rezó un padrenuestro en agradecimiento a semejante conquista. Conquista en la que todos fuimos Juancho: todos lo vimos de visitante, sufriendo, apretando, con todas en contra. Esta fue la copa de Juancho, la que ganó la hinchada porque el fútbol no terminó de convencer. La copa de diez millones de hinchas, según cuentas alegres sin ningún sustento técnico, que amamos estos colores.